A la hora de la cena, Yuuga bajó a uno de los tres grandes salones del monasterio donde los monjes solían cenar al lado del fuego, en una mesa muy larga. Yuuga esperaba como cada noche un gran plato de sopa de verduras, pan en abundancia y una pequeña tajada de carne de cualquier animal de granja que el cocinero hubiese decidido condenar al deleite de los paladares. Era una comida somera, pero a Yuuga no le importaba. Le parecía mejor que atiborrarse cuando tocaba cazar para luego pasar unos días de pelea con su estómago hasta el siguiente día de caza.
Sin embargo, todo parecía distinto esa noche. Había más botellas de vino de la cuenta encima de la mesa y, tras fijarse en los platos, se dio cuenta de que había en ellos algo nuevo y tenía mejor pinta que la triste sopa. Yuuga supuso, ipso facto, que la razón de aquel cambio era “la llegada del gran guerrero Lüar, el papanatas de quien nunca nadie ha hablado antes pero se estima demasiado como para armar tanto escándalo”. En efecto, Yuuga no hacía más que oír frases como “¡Cuéntanos, Lüar! ¿Cómo fue todo?” o “¡Lüar, nos tenías a todos preocupados!” que hacían eco una y otra vez dentro de sus oídos. Sin embargo, era tal el revuelo que se había armado en uno de los extremos de la larga mesa que Yuuga no conseguía ni si quiera distinguir al protagonista. Refunfuñando, Yuuga decidió no esperar a que nadie se sentara a su lado, cogió un plato, se sirvió y comenzó a comer alejado de la gran masa de “preguntas apasionantes acerca de las hazañas de un mentecato”.
Tras terminar de comer, recogió y salió al patio central. Había un gran jardín que lo abarcaba todo, con algunas parcelas para flores muy bien cuidadas y otras para el huerto que Zlorsh le hacía cuidar todas las noches. Zlorsh decía que eran plantas muy delicadas e importantes para sus estudios y que Yuuga debía tener mucho cuidado con ellas, manteniéndolas siempre limpias, frescas y alimentadas. Yuuga abrió la pequeña puerta del huerto por la que apenas cabía, regó las plantas tal y como Zlorsh le había enseñado: Primero dejaba caer gotas en las pequeñas hojitas desde sus manos y luego regaba el suelo con vasos de medida, ya que unas partes del huerto debían estar más húmedas que otras. Comprobaba que no hubiese ninguna planta enferma ni seca, limpiaba la tierra y, por último, sacaba un pequeño recipiente de barro y cambiaba el aceite de una lámpara de aceite de caña que Zlorsh había preparado para dar más luz a algunas de ellas. Era una lámpara pequeñita y daba una luz que, aunque muy brillante, no se extendía sino por un par de palmos, “uno de los inventos extraños de Zlorsh”.
Se fue a la cama, pero no podía dormir. No sabía por qué pero lo presintió desde temprano en esa misma tarde. Se movía de un lado para otro del catre sin conciliar el sueño.
― Hace frío, mucho frío. ¡Buf! Creo que se acerca el momento de irme…
Poco a poco, su mente se fue desvaneciendo y los sonidos del fuego se convirtieron en palabras que le hablaban en sueños:
“Lüar… Lüar… Lüar…”