Yuuga despertó temprano en la mañana. Todavía no había amanecido pero la hoguera que lo había llevado de la mano hasta el sueño se encontraba ahora fría y cenicienta como la escarcha. Salió al frío de la calle con la manta al hombro y caminó durante un rato por entre los inmensos patios que había dentro del gigantesco monasterio. La fiesta terminó momentos atrás y sólo se escuchaba el silencio que provoca el sueño de la embriaguez. Al llegar a uno de los cientos de patios, Yuuga se desnudó y se tiró de cabeza a una fuente que había en el centro. Frotándose la espalda con las manos, sus dientes le empezaron a doler de tanto tiritar y casi ni sentía las falanges de los dedos cuando salió para secarse con la manta que había traído de su aposento.
Una gota clara caía. Pero de repente, en la gota se reflejó la mirada de advertencia del sol, la gotita advirtió un pelo blanco de una cabellera que se movía a latigazos por el bosque y, antes de congelarse de nuevo por el miedo, el pelo blanco la cortó por la mitad, cayendo al suelo muerta. Una gota de agua muerta. Cayó.