Te llevas toda una vida haciendo las cosas como crees que se deben hacer.
A veces ganas, otras pierdes.
Pero cuando pierdes,
¿por qué siempre lo ves como un fracaso monumental?
Hacemos las cosas según nuestros valores nos dictan,
y creémos en lo que hacemos.
Cuando algo sale mal, aunque lo haces según tus valores, te cabreas.
Y la próxima vez te volverás a cabrear
porque será igual,
la misma acción cortada por los mismo patrones,
patrones de acción que no cambian nunca.
Vuelves a tener fe,
luchas otra vez,
pierdes otra vez,
sufres otra vez.
Pero no cambias, no quieres cambiar, te niegas a ello.
Son tus valores,
eres tú,
y si no crees en ellos,
en ti,
¿entonces quién?
Por eso siempre somos cabezotas,
siempre pensamos que llevamos razón,
"nuestra" razón.
Y así,
golpe tras otro, golpe tras otro,
aunque se rompa lo que somos,
golpe tras otro, golpe tras otro.
Aunque fracasemos,
golpe tras otro, golpe tras otro.
Nuestro autoestima roto,
nuestros ojos rotos
por dentro,
golpe tras otro, golpe tras otro.
Es inevitable.
Luego llega el momento de revelación.
Cuando pasa el tiempo,
ves que llevas razón,
¡ven! que llevas razón,
la gente pide disculpas por no haberte hecho caso,
recoges los frutos de tu "hacer bien las cosas",
y, de repente,
todo a tu alrededor
parece darte las gracias por ser tan tozudo,
gracias tras gracias,
golpe tras otro.
Y es en ese pasar de los años que te das cuenta:
"¿De qué te sirve ya?"
Gracias tras gracias y golpe tras otro,
llegas por las noches a tu cama,
cierras los ojos
y te miras en tu espejo.
Golpe tras otro,
golpe tras otro.
Tu imagen hecha pedazos por los golpes,
mientras te miras en un espejo roto.
¡Qué asco de mundo que no me hace caso cuando digo las cosas!
miércoles, 13 de agosto de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario