miércoles, 24 de diciembre de 2008

La ranita arcana dice:

“Ricti, ricti, ricti…” La mecedora en la que la alcahueta se paseaba desde la apatía a la esperanza y vuelta atrás seguía el tempo del reloj de cuco en la pared “Tac, tac, tac…”. Su cabeza agachada continuaba esperando que se abriera la puerta y que una sonrisilla demasiado  grande para su edad le contestara al enigma. Giró su cara hacia la ventana y permaneció así un buen rato, pero nada. Pasaba el tiempo y todo era tan lento, tan lento… tan lento.

 

“¡Dong, dong, dong…!” El reloj sonaba y, en la cabeza de la alcahueta, su eco retumbaba. De repente, todo se hizo oscuro fuera, en el mismo punto donde ella miraba. Cambió de foco visual y todo parecía normal, como vuelto del revés el mundo se le mostraba. O eso creía. Miró a las pesas del reloj, algo vibró en sus ojos que, cansados, volvieron a agacharse con su cabeza sobre la barbilla arrugada.

 

“¡Dong, dong, dong…!” “¿Otra vez? El tiempo, ¿se ha vuelto loco por ir demasiado deprisa o por volver sobre sus pasos?” pensó la alcahueta y volvió a mirar a las pesas del reloj.

 

Encontró a una pequeña ranita azul que se agarraba sonriente a las raíces del tiempo.



"La mentira"

 

Detrás, a mi espalda, él siempre está cuando me siento perseguido. Huyo y sólo en algunos momentos de soledad sé que no está detrás de mí. Ya soy una rana muy vieja, he vivido muchísimo. Hubo una vez en que los seres humanos encontraron el remedio contra la muerte. Sin embargo, la desconfianza hizo que los descubridores se mataran entre sí, uno tras otro. Ironía, ¿verdad, alcahueta? Nada de ironía, allí estaba él presente para sembrar la desconfianza y la ambición entre ellos. Es curioso como cada cosa que dice no existe y, aún así, aprendemos de él como si fuera el maestro más sabio que tenemos. Está presente en todos los aspectos de la realidad y, curiosamente, cada parte de la realidad que nos cuenta no es sino una deformidad de lo que existe, un agujero oscuro. Muchos lo utilizan para ser felices, le dan todos sus errores y faltas, todas esas cosas de las que se avergüenzan para que él las guarde, para que las esconda a sus ojos y a los de los demás. Sin embargo, que estén escondidos no quiere decir que no estén ahí y tarde o temprano les quita esa sábana que los cubre para que vuelvan a sus dueños. Es tan odiado por todos y, aún así, tan utilizado para conseguir la felicidad que parece impresionante que aquellos que la consiguen gracias a él lo repudien como pago por sus servicios. Es un aspecto de la realidad, la única verdad en todo lo que existe, es la respuesta, la respuesta errónea a nuestras decisiones y la más fácil de escoger, es el camino corto, es la tentación en cada decisión, la duda en cada oración, la herramienta del control.

 

“¡Dong, dong, dong…!” El sonido vibró en los ojos de la alcahueta que nuevamente volvió a cambiar su foco visual hacia la hora. La rana se había desvanecido en el acto.

 

La alcahueta miró nuevamente a la ventana. Fuera, la mañana maduraba y se hacía mujer. Faltaba poco para el mediodía. Pensó en la niña sabiondilla porque no sabía, pero intuía… intuía.

 

Agachó la cabeza y una lágrima se resbaló de su mejilla, y un suspiro se escapó de entre sus labios arrugados. “¡Dong, dong, dong…!” El tiempo pasaba rápido y la alcahueta se hacía más y más vieja con él. Cerró los ojos y abrió su enigma…

 

“¿Dónde está la niña sabiondilla?”

 


miércoles, 17 de diciembre de 2008

La alcahueta de los enigmas dice:

"Yendo por un camino
que no había
me quitaron una capa
que no tenía.
Susurro con mi voz
a lo más hondo de tu oído
contándote la realidad
aunque nunca haya existido".



Celia Rivera Gutiérrez
Creo, que soy el viento
que llego y te siento
hablo a tu oído
trayendo la voz del desierto
también la magia del árbol
el sonido de sus hojas
el murmullo de la vida
y también del que se enoja 
y convierto la realidad
en el chisme 
y quizá ese sea el susurro
la intriga y la mentira
pero como aun no se que és
espero me lo diga 
la niña sabihondilla

lunes, 15 de diciembre de 2008

Yuuga

Yuuga ya llevaba viviendo en aquel monasterio el tiempo suficiente como para haberse hecho un hueco en las tareas matutinas. Con el pasar de los días, su capacidad de trabajo era cada vez mayor. Mayor incluso que la de algún que otro monje con años de experiencia en su tarea. Empezaba a ser muy valioso en los huertos y a la hora de reparar cualquier parte del edificio, trabajaba bien, pero, sobre todo, lo hacía muy rápido. Pero lo que más disfrutaba era trabajar en el laboratorio, con el alquimista. Al principio fue muy difícil para él encontrar empatía en el viejo gruñón, pero gracias a las palabras de Miranda, Zlorsh le dejó hacer el trabajo más pesado y aburrido. Miranda era el medio de cohesión entre ellos, y gracias a la relación que ella mantenía con todos, se podría decir que Yuuga empezaba a sentir algo así parecido a lo que entre ellos denominaban “familia”.

 

Aún así, Zlorsh siempre tenía alguna queja con él. La alquimia era algo muy complicado, para lo que se necesitaba mucha inteligencia, cálculo, saber el valor real de las cosas y para eso Yuuga era, quizás, demasiado humano. Zlorsh era como un personaje de otro mundo, pero no sólo en las formas que tenía de hablar o de actuar, o incluso de vestir. Era de verdad un personaje singular, tan lleno de cosas por aprender y cosas tan extravagantes, que nunca un tipo sencillo y apegado a la realidad práctica como Yuuga podría aprenderlas. Eran como las dos caras de una misma moneda, el cerebro en las estrellas y el músculo en los senderos. Tal para cual, y como puede parecer normal, no se llevaban muy bien, pero Yuuga, el nómada sin remedio, el corazón sin muros, los ojos dispuestos hacia el horizonte, consentía un insulto tras otro de la boca de alguien que, simplemente, no entendía cómo era tan difícil no ser especial, ya que él había sido así toda su vida.

 

Era el último día de cosecha del algodón. Pronto llegarían las nieves. Yuuga lo veía venir. Se afanaba en recolectar las últimas parcelas. Quería terminar temprano en la mañana para así poder hace frente a todas las tareas que Zlorsh le tenía preparadas para la tarde. A veces conseguía terminar al caer la noche, otras ni eso. Zlorsh le reprendía duramente cuando esto sucedía. Sus tareas eran muy variadas. Primero debía ir a cortar leña al bosque, llevarla al almacén, guardar los troncos más limpios para Zlorsh, separar los más jóvenes, agujerearlos y hundirlos en grasa para que, según Zlorsh, ardieran más rápida e intensamente. La grasa hacía que la madera ardiera con un fulgor verdoso que siempre dejaba a Yuuga como hipnotizado. Una vez dentro del laboratorio, tenía que poner a hervir agua y mercurio en recipientes separados y en cantidades abundantes. El agua hirviendo nunca debía faltar, y si faltaba, ya se encaraba Zlorsh de amonestar a Yuuga, normalmente con un capón en la cabeza y varios gruñiditos escuetos. Yuuga simplemente no entendía lo que le decía, o mejor dicho, lo que le gruñía. Siempre tenía que estar pendiente de avivar el fuego y de limpiar el horno justo después de usado, mientras todavía estaba caliente.

 

Hacia ya tiempo que su brazo se había curado y, como pago de gratitud, había acordado con la gente del monasterio en que trabajaría hasta que llegara el frío. Yuuga veía venir el final de su estancia allí. Su próximo paso sería conseguir el pago por el hechizo que el gnomo llevó a cabo para llevarlo hasta allí. Empezó a pensar en cómo se lo diría a su nueva familia, pero no encontraba las palabras, así que dejaba pasar un día tras otro.

 

 

― ¡Por fin ha llegado Lüar! ―dijo Miranda abriendo con un aspaviento la puerta del laboratorio y tirando al suelo todos los documentos de Zlorsh. Para sorpresa de Yuuga, Zlorsh no la reprendió por ello. Es más, Zlorsh ya ni siquiera estaba pendiente del laboratorio, pues había salido como una exhalación al oír las palabras de Miranda. Yuuga se quedó solo en la habitación, preguntándose qué acababa de ocurrir. Se limitó a salir del laboratorio, bajar la escalera de espiral y recorrer los pasillos por los que aún todavía se perdía hasta llegar al patio central. Era un hervidero de gente, todos habían salido a recibir a una partida de hombres que no llegaba a ver desde su posición. Mientras se acercaba, pensó:


― Creo que esta noche me va a costar dormir.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Yuuga

Capítulo II

Atardecía. Todo el bosque se llenaba de un color amarillo anaranjado que invitaba a su vida interior a la paz y el sosiego. Soplaba un viento suave y las hojas de los árboles danzaban paulatinas en un gigantesco salón agreste de baile. Se escuchaba la brisa acariciando la piel de las cortezas y silbando por entre el follaje. Pero no sólo se escuchaba este susurro. En sus ramas, millones de aves y pequeños animales cantaban en un singular coro, en homenaje al espíritu comunitario del bosque. Todo el bosque era un ser sentiente, un ser viviente que, susurrándole al cielo en su idioma lento y de mil lenguas, se expresaba con libertad como siempre lo había hecho desde el primer brote. Pero no sólo se escuchaba este susurro.


Pasos. Más que pasos, grandes zancadas. Ramitas crujiendo al ritmo del tum tum, la única respuesta veloz al susurro del bosque. Una melena blanca dando latigazos entre los surcos libres de la espesura, cortando el aire superpoblado de polen. Unos ojos que gritaban de forma salvaje, alabando el curso de la naturaleza que marcaba el ritmo de vida de todo habitante bajo la bóveda verde del bosque. Un corazón que palpitaba demasiado deprisa, unas ansias depredadoras que salían al exterior con el rechinar de unos dientes fuertes y apretados. Ya quedaba poco. El próximo paso debería hacerlo desde el aire. Subió tan alto como pudo y se ayudó de la hospitalidad de los árboles para planear por entre sus brazos. Ya pronto llegaría.

Cuando aterrizó se encontró ante la parte más oscura del bosque. El follaje apenas dejaba entrar los rayos del sol, hacía más frío y todo estaba en silencio. Ahora a paso lento, la verde y curtida figura se internaba en el corazón oscuro del bosque, donde le estaban esperando.


Se acercó a un lago que permanecía en calma, congelado en el tiempo. No se oía nada, no se movía nada, excepto el corazón y los pasos de una figura. Asomándose al lago, echó una mirada amenazante a su reflejo y, sin darse cuenta, se convirtió en el reflejo de otra cosa que lo miraba desde el fondo. Una hermosa figura femenina salió de repente desde el otro lado del espejo, de forma lenta y sin producir ni una sola vibración en el agua. Sus cabellos salían al exterior, áridos y dorados como un desierto y su piel era blanca, muy blanca, como si nunca le hubiese besado un rayo de Sol. Los dos se miraron fijamente y marcaron su territorio. Él sonrió y todo quedó dicho justo antes de caer la noche.

 

Sonó la primera corneta. Pero no sólo se escuchaba este susurro.