miércoles, 16 de diciembre de 2009

Yuuga


Yuuga despertó temprano en la mañana. Todavía no había amanecido pero la hoguera que lo había llevado de la mano hasta el sueño se encontraba ahora fría y cenicienta como la escarcha. Salió al frío de la calle con la manta al hombro y caminó durante un rato por entre los inmensos patios que había dentro del gigantesco monasterio. La fiesta terminó momentos atrás y sólo se escuchaba el silencio que provoca el sueño de la embriaguez. Al llegar a uno de los cientos de patios, Yuuga se desnudó y se tiró de cabeza a una fuente que había en el centro. Frotándose la espalda con las manos, sus dientes le empezaron a doler de tanto tiritar y casi ni sentía las falanges de los dedos cuando salió para secarse con la manta que había traído de su aposento.

Una vez preparado, y tras esperar a que el jovencillo de las cuadras le preparara un caballo, salió del monasterio con mucha prisa, como queriendo terminar cuanto antes. Al salir por las puertas del monasterio el primer rayo del amanecer le lamió la cara y le calentó los buenos días.

Uno de los gigantes que guardaban la puerta principal giró la cabeza para ver cómo la figura se perdía detrás de una ladera, resopló con una voz hondamente grave y sublime y siguió tan quieto e impávido como lo había estado desde que Yuuga lo vio por primera vez.

Mientras galopaba el corcel, Yuuga silbaba una canción lenta. Cantaba una letra que hablaba de un soldado y de la esperanza de reencontrar el fin de la guerra y su hogar mientras blandía su alabarda en las gargantas de sus enemigos. Era una canción que encajaba perfectamente con él. Yuuga cantaba y se sentía emocionado. El caballo, por el contrario, resoplaba ante tal ataque frontal a sus oídos.

Miranda se despertó muy de repente y el sueño que quería volver a revivir se empezó a hundir en el profundo lago de su mente. Se levantó sobresaltada, se quitó de encima el gurruño que formaban sus sábanas, bajó de su amaca y sus ojos buscaron en la oscuridad a Lüar, pero no estaba en su catre. Le sorprendió cómo después de haber estado fuera, en tantas batallas durante tanto tiempo y después de haber sido protagonista de todas las miradas la noche pasada que tuviera fuerzas para despertarse antes incluso del amanecer. Se levantó y las sábanas le hacían cosquillas al resbalarse por la suavidad de sus tersas piernas. Se vistió, se abrigó, se ató el cabello oscuro a una cola lateral y se puso manos a la obra con sus planos y cartografías mientras masticaba un ramillito de hierbas amargas que Zlorsh solía cultivar y que le venían muy bien en la mañana.

Mientras todo esto ocurría, la escarcha de todas y cada una de las plantas y árboles del bosque se derretía en una lenta sinfonía acuática de gotitas cayendo de hoja en hoja. Caían desde la última hoja en la copa del árbol y se deslizaban lentamente por la lisa superficie de una a otra, formando un caleidoscopio con las pequeñas arruguitas que había en la superficie de cada tierna hoja, hundiéndose lentamente en la espesura. Caían. Pasaban de una hoja a otra, de un verde fresco a otro cada vez más intenso cuanto más abajo del árbol estaban. Caían. Se unían unas gotitas con otras y se separaban para pasar otra parte del recorrido con otra compañera. Caían hasta la mitad del árbol. Caían hasta la hoja más baja de la rama. Caían. Y por último, tras quedar colgando de un suspiro en la punta de la última, gritaban con su minúscula voz de alegría y al fin saltaban a la húmeda y granulosa tierra, testigos del mismo ciclo en el que todas las mañanas mojaban la tierra para todas las noches convertirse en alimento de las raíces. Caían.

Una gota clara caía. Pero de repente, en la gota se reflejó la mirada de advertencia del sol, la gotita advirtió un pelo blanco de una cabellera que se movía a latigazos por el bosque y, antes de congelarse de nuevo por el miedo, el pelo blanco la cortó por la mitad, cayendo al suelo muerta. Una gota de agua muerta. Cayó.

La cabellera blanca seguía su ritmo de latigazos por el bosque a gran velocidad. Su dueño estaba a la caza. Pero, ¿a la caza de qué?

lunes, 7 de diciembre de 2009

Una visita inesperada


A medio de la noche llego un viajero vestido de un negro impecable, traía un sombrero que hacia sombra sobre su rostro para evitar que alguien se fijase en él y le reconociera. Bajo su manto se perfilaba un bulto que hacia ver a todas luces que portaba un objeto largo y un tanto curvo, que no quería fuese visto.

Llego a orillas de un río, donde se encontraban muchas personas acampando, se acerco a un grupo de personas que se encontraban junto a una fogata, busco una gran piedra y se sentó. Los destellos del fuego le daban un misterioso misticismo especial, haciendo resaltar su figura un tanto extraña. Los reunidos ahí le ofrecieron algo de beber para que se repusiera del posible viaje realizado. Tomo en sus manos lo que le ofrecían y tomo un sorbo. Hizo una mueca de agradecimiento y lo regreso.


Uno de los reunidos que parecía el organizador y responsable de dicha reunión, le preguntó viendo directo a su figura misteriosa.


-Señor ¿ha sido largo su camino? Si desea puede quedarse en nuestra compañía esta jornada- El hombre misterioso asintió con su cabeza con un gesto de agradecimiento.

De pronto les pregunta con una voz un tanto cavernosa.


-Señores… ¿han visto al barquero? Necesito de sus servicios…

Todos se miraron unos a otros, preguntándose quien era ese personaje. ¿Sería el que ellos estaban pensando? Poco apoco se fue apodéranos un escalofrío en sus cuerpos, era como si de pronto el viento se hiciera gélido… sepulcralmente gélido…

Ellos sabían de la leyenda de dicho río. Sabían que se decía, que ahí se encontraba Caronte y que la muerte solía visitarle de vez en vez cuando algo se le dificultaba.

El barquero era el encargado de transportar el alma de quien había muerto a través de la laguna Estigia o el río Aqueronte hasta el reino del inframundo gobernado por el Hades.


Y este personaje solía rechazar a los pasajeros que no pagaban su traslado, así que cuando la muerte se quería ahorrar las pesquisas para llevarse a alguien, y ese alguien era escurridizo primero preguntaba a Caronte si su anfitrión próximo tenía pasaje comprado. Pues le era muy molesto llegar a llevarse a alguien que no podía irse y su trabajo se iba abajo, ya que sus órdenes era que sin pasaje no se llevara a nadie.

Los reunidos se preguntaban, quien sería el próximo… en caso de ser quien pensaba que era…. Tenían miedo de dormir y no despertar trataron de ver entre las sombras si alguna figura se perfilaba allá en río… les pareció ver entre la bruma de la noche unas líneas que dibujaban una barca… ¿Sería tanto su miedo que veían lo que no deseaban ver?

--- Celia Rivera Gutiérrez




El responsable de la reunión se dirigió al forastero:

– No has de fiarte de lo que traen las oscuras aguas. Este río cenagoso no trae nada bueno. Dicen que durante las noches, la única forma de cruzar el río es pagando al barquero, pero nadie ha vuelto jamás de un viaje con él. No te fíes, forastero, no te fíes.

El forastero se limitó a asentir y a agachar la cabeza y a esconder una amplia sonrisa detrás de su sombrero. Luego se dirigió a los allí reunidos, hablando por primera vez:

– ¿Por qué no duermen, amigos?

Los reunidos se miraron los unos a los otros. El jefe dijo:

– Bueno, llevamos toda la noche intentando dormir al calor de esta fogata, a la orilla de este río. Cada vez que conseguimos conciliar el sueño, un grito nos despierta a todos y nos quedamos así, despiertos, vigilando hasta que el sueño nos vuelve a ganar la partida… pero siempre volvemos a despertarnos. Está siendo una noche muy larga.

El forastero, sin poder controlar su sonrisa detrás del sombrero, entornó los ojos que, por un momento, parecían centellear dentro de la oscuridad de su cara:

– Ya veo –dijo. Se levantó para acercarse a la orilla donde la niebla comenzaba a espesar. De repente, del otro lado de la niebla, una mancha tomó forma y se pudo distinguir al temido barquero que se acercaba al lugar donde el forastero le esperaba.



– ¡No vayas, forastero! ¡Ese hombre es peligroso! ¡Quédate con nosotros! –le decían, pero el forastero ya extendía su mano al barquero, y el fulgor de dos monedas cayeron entre sus huesudas manos. El forastero subió a la barcaza y, sin mediar palabra, el barquero comenzó a remar hacia el otro lado de la orilla.

Los reunidos en la orilla, continuaron acurrucados alrededor del fuego, con cara de espanto y preocupación por el forastero al que el barquero había condenado al sufrimiento.

Y fue que, ya en la barca, el forastero se quitó el sombrero y descubrió su semblante. Era un viejo loco, con cara de pobre más que de otra cosa, con una mirada sincera, y una sonrisa de sensatez, de realidad. El forastero dijo al barquero:

– Pobres alfeñiques. ¿Desde cuándo llevarán despertándose sobresaltados en la noche, creyendo que siguen vivos? ¿Desde cuándo llevarán esperando en la orilla sin saber a qué, sin saber por qué? Sin saber que están tan muertos como yo, sin querer aceptar que lo están y que han sido condenados a dormir entre pesadillas y a despertarse entre graznidos de cuervos. Sin poder pagarle al barquero porque en sus miserables vidas fueron tan miserables que ni unas miserables monedas pudieron exprimir de valor por su bondad. Pobres miserables condenados al verdadero infierno.

El barquero seguía en silencio, remando con su cadencia moderada. El viejo sentenció:

– Sigue a tu ritmo, Caronte, que esta noche Perséfone ha de darme juicio y habré de cumplir su decreto para poder vivir en paz…


Para Toda La Eternidad.

--- Neverknowsbest